lunes, 12 de julio de 2010

Inseguridad: la guerra nunca declarada


Montevideo, 9 de Julio de 2010


Ayer pasaron dos cosas espantosas, pero sólo una atrapó la atención de los Medios, porque la otra es noticia de todas las semanas y siguen vendiendo más doce presos muertos y cuatro más muy quemados que un laburante (más) asesinado por quienes lo rapiñaron, seguramente menores drogados, probablemente fugados del INAU. Dos cosas espantosas, pero se habló mucho (y mal) de una, y casi nada de la otra.


Por alguna razón, tal vez esa, esta vez se hicieron muy ostensibles el desequilibrio emocional y la opción moral resultante (entre ellos y yo, yo) que afectan a una altísima proporción de la población que, harta de inseguridad real y mediática, reacciona (cada vez más públicamente) con legítimas brutalidad y escasa elevación de miras.


De todo se escuchó en relación a lo de Rocha, desde "Bien hecho y “Que se jodan" hasta "La del mejor ciudadano y la del peor: una vida es una vida, y vale uno, sin importar de quién sea". Como casi siempre, todos tienen cierta razón: lo que hace cada uno es situarse en alguna de las facetas del problema, sesgar el punto de vista priorizando lo que le gusta y minimizando lo que no; armar el discurso correspondiente; que dejará contentos a los propios y calientes a los ajenos.


Con el incendio del Penal y el absurdo asesinato del Sr. Zeoli, el problema de las cárceles para mayores y menores estalló ayer en la cara de un Gobierno cuyo sustrato ideológico le hace mirarlo con culpa genérica, actuar blanduzco y contradictorio y sumarse así mansamente a décadas de manejo incompetente del tema en las cuales casi todos hicieron casi nada. Para mayor desolación, las formas de análisis y soluciones que se plantean desde el pasado marzo (tanto por el Ejecutivo como por las Comisiones inter partidarias) son inadecuadas a la esencia del tema y –para peor- podrían estar vigentes, tal vez, cuando se apague el último incendio, el que termine con todo, que no el de ayer.


Sé que va a sonar feo, feísimo, pero es lo que pienso: tiendo a ver el problema global de la delincuencia como una guerra que el Gobierno no se atreve a declarar. Para los que no me conocen profundamente y/o piensan que hablo en contra del Frente Amplio, les recuerdo que –según me enseñaron en la Escuela- el Gobierno en Uruguay está compuesto por los tres Poderes (Ejecutivo, Legislativo y Judicial) en los cuales la Ciudadanía toda delega su autoridad.


¿Por qué afirmo esto? Pues porque se me hace evidente que asistimos a circunstancias que en mucho se parecen a las que llevaron a la declaración del Estado de guerra interna allá por 1972. Hay alarma social, violencia, flaqueza institucional, vacío de poder, mucho miedo entre las mayorías decentes y gente sacando ventaja del caos.


Por las razones que sea, hay un pequeñísimo grupo de compatriotas alzados en armas en contra del sistema que los uruguayos hemos decidido impere; el cual incorpora como valores esenciales el respeto de y por la Ley, el sagrado inviolable de hogar, vida y libertad, la propiedad privada, el trabajo como forma privilegiada de sustento, la libre y segura circulación, la tolerancia y el respeto.


Ayudados por abogados formados gratuitamente en la Universidad de todos acerca de cuya ética prefiero no opinar, utilizan todas las flaquezas formales (y también las fortalezas morales) del sistema policial y judicial para hacer del delito un modo de vida. Los más violentos han conseguido aterrorizar a buena parte de la población, y entre todos, han encerrado entre rejas al resto; en absurda y dolorosamente consentida (resignada es mejor) inversión del deber ser.


Sin hablar de los motivos que los llevan al apartamiento señalado del mandato social propuesto, la diferencia mayor con los de los años 72' es que estos inorgánicamente asociados para delinquir son más foquistas, menos estratégicos y aquellos estaban muy bien organizados; pese a lo cual fueron completamente derrotados sin apartamiento del marco legal, lo cual debería alentar se analice al menos la posibilidad de afrontar el tema con la perspectiva que aporto.


Es un hecho: en la calle estamos en guerra, lo digamos o no, lo asuman y declaren o no el Parlamento, el Ejecutivo y la Justicia. Y en esa guerra los que caen son casi siempre los nuestros, los de este lado, los ciudadanos pacíficos y respetuosos del orden jurídico, a los que el Estado no asegura derechos esenciales mientras sistemáticamente vela por la mayoría de los de sus matadores. Para peor, la broma sangrienta que significa la incompetencia (por decir lo menos) del INAU para cumplir con su tarea de mantener a buen recaudo a los pocos menores que los Jueces se atreven a privar de libertad.


Así pues, es con cabeza de guerra debe ser tratado el tema seguridad y basta de titubeos.


Lo ciudadanos normales disfrutan, en democracia, del respeto por el Estado de todas las garantías posibles, pero para los especiales debe haber tratamiento especial. Claramente refiero a los trescientos forajidos y algunos cientos de presos que, cada tanto, llaman nuestra atención destruyendo un celdario o asesinándose entre sí; que, juntos, tienen a tres millones de personas más o menos normales a mal traer.


En ninguna guerra hay privilegios por ser prisionero o menor: sos un enemigo y como tal se te trata. Además, sin declaratoria ni nada, hoy en Uruguay es generalizada la opinión de que los menores que delinquen como adultos (o peor, porque no tienen códigos ni límites), como adultos deben ser tratados.


Está previsto en la Constitución: las garantías no son intocables, no al menos si las circunstancias lo ameritan, Y vaya si lo ameritan hoy. Le hablo ahora al Poder Ejecutivo y los legisladores: ¿No me podés tocar porque soy menor, botón? Eso sí que "nunca más". ¿Entregados a la custodia de los padres? Una vez. A la segunda, se los declara emancipados de hecho o pagan los padres por ellos. ¿Se escapan del INAU? ¿Queman las celdas una semana sí y la otra también? ¿No hay lugar en las cárceles? A construir campos de prisioneros seguros para todos, mientras se termina con los bellamente diseñados y duraderos institutos de reclusión y rehabilitación proyectados, tan del gusto de humanistas tuertos y Naciones Unidas. Tiempo habrá así para reorganizar el sistema carcelario devolviéndole su sentido redentor, y también para que nuestra Sociedad recupere la ponderación y el Humanismo que la caracterizan en épocas normales.


(Digo de paso que asegurar confort, comida, salud y asistencia social y psicológica a los peores hijos de un país que no se los asegura a sus trabajadores y gente decente, me parece por lo menos una paradoja. Pienso en lo de Rocha y me pregunto ¿cuántos laburantes se pueden dar el lujo de dejar la estufa eléctrica prendida toda la noche para dormir calentitos? Por lo pronto, yo no puedo. Lo pienso porque sin esa rara muestra de confort selectivo no tendríamos que lamentar la desgracia que hoy lloramos. Me sigo preguntando, sin que ello implique pensar en ocultamiento o censura sino perplejidad: los celulares como el usado para filmar el incendio ¿no están prohibidos en la cárcel? Y ya que estoy ¿Por qué yo no me puedo comprar uno con filmadora y memoria como el que tiene ese chorro? Por nabo, dirán muchos. Puede ser.


Vuelvo al punto: no se necesitan millones de dólares para dar una solución de emergencia a esta emergencia nacional, sino un sistema político entero que haga foco, ponga cabeza y pies en la realidad y demuestre ejecutividad y decisión. Hay unas Fuerzas Armadas que no saben vigilar calles ni manejar cárceles pero sí reciben entrenamiento y tienen los medios para construir y operar emplazamientos del tipo que propongo. Hay algunos por allí construidos para la Segunda Guerra que, bien mantenidos, siguen en pie con 70 años arriba. El que me impute querer un Auschwitz criollo es un malintencionado: en cualquier guerra hay que construir lugares provisorios donde –a veces por años- viven tus soldados. En toda guerra se toman prisioneros y hay que tenerlos en las condiciones previstas por la Convención de Ginebra que, afirmo, son infinitamente mejores que las que le hacemos padecer hoy a buena parte de los nuestros.


Todo lo necesario (menos la decisión) está disponible: hay materiales, hay espacio, hay técnicos, hay mano de obra y, sobre todo, hay que hacer algo ya. Porque esa es la obligación que asumieron quienes nos representan al aceptar sus cargos y porque la gente no aguanta más.


No hay quien no escuche a por ahí decir “Hay que terminar con los malandros, alguien los tiene que parar”, cuando no un brutal y sincero “No tienen arreglo: habría que matarlos a todos”.


Si algo no cambia rápidamente, no tardarán los vecinos en organizarse y recuperar ilegalmente el ejercicio de la fuerza legítima entregado al Estado en un contrato constitucional del que, por el momento, del capítulo Obligaciones sólo ve las propias y del de Derechos, los de los delincuentes.


Y todos sabemos que eso es lo peor que podría suceder.


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