Hoy es 30 de noviembre, y quiero extender mi más cálido y respetuoso saludo a todos aquellos que hicimos de alguna manera posible la fantástica demostración de entereza cívica y democrática que significó el triunfo del NO en el plebiscito constitucional de 1980. Al César lo que es del César, al Pueblo lo que es del Pueblo y a Dios lo que es de Dios.
Hoy es 30 de noviembre, repito, y casi no lo puedo creer. No es que no pueda creer que es 30 de noviembre, en eso no hay que creer: si uno acepta la división del tiempo (propuesta quién se acuerda por quién ni cuándo y) utilizada por buena parte de la autodenominada Civilización, Sección Occidental (aunque no sólo) y Cristiana (aunque no mucho), ya está.
Lo que me resulta increíble es la distancia que observo entre este estado espiritual, anímico, psicológico, energético, (yo qué sé cómo llamarlo) que abruma a la mayor parte de los uruguayos, y aquél que hizo posible la hazaña cívica del 30 de noviembre de 1980, punto de partida de la más estupenda transición hacia la democracia que recuerda la Historia política de nuestro Continente y -tal vez- del Mundo.
Hace 22 años, los uruguayos sabíamos bien quiénes éramos y qué queríamos para nuestra vida política; y a 6 de cada 10 nos resultaba afrentosa e infumable la propuesta que realizaba el Gobierno militar. A los otros 4, no sé, pero sí sé que de ellos muchos creían que votar SI era una forma de recobrar el poder y volver al camino civil. Pocos, muy pocos, querían preservar aquél estado de cosas que sólo quienes lo vivimos podemos aquilatar.
Entonces atravesábamos una situación económica mejor que ahora (*) (estábamos sentados en el espejismo del dólar barato, como hace algunos meses, y se nos mostraba el ejemplo económicamente exitoso de Chile para señalar por extrapolación, que el rumbo era ese. Por ese entonces, reitero todos teníamos muy claro el valor de la libertad, de la posibilidad de expresar libremente el pensamiento, de cambiar periódica y voluntariamente de Gobernantes, de tener en el Palacio Legislativo no bufones omni-aquiescentes sino representantes de nuestra voluntad y opinión. Y (salvo pequeños bolsones ideológicos presuntamente opuestos entre sí pero afines en esto) todos teníamos claro lo peligroso que es acusar a la Democracia de los problemas económicos y sociales, socavando sus bases en el imaginario de la gente con la finalidad de llevar agua para su molino.
En 1980 éramos un pueblo tan increíble que podíamos soñar que era posible primero y festejar después, el hecho inédito a nivel mundial de derrotar a una Dictadura militar no con armas sino con votos.
Éramos un pueblo tal, que teníamos claro, muy claro, que era posible conseguir que -más temprano que tarde- se fueran, con el solitario argumento de perseverar en nuestro esfuerzo por hacerles saber que no los queríamos, que podrían uno por uno encerrarnos a todos, matar a tantos como su eficiencia, conciencia o fanatismo les permitiera, aterrorizar dejando sin trabajo, sin opciones, sin presente ni futuro a todos los que pudieran, pero sólo volviendo a los cuarteles y dejando el gobierno en manos de los representantes legítimos del Pueblo podrían intentar comenzar a recuperar la consideración que habían destruido en el corazón de la gente. Algunos hasta soñábamos con un mea culpa honorable que nunca se dio, otros con una Justicia, que no es de este mundo; otros con venganza.
Es que una cosa es ser sabio de la cabeza, y otra de corazón.
Éramos un pueblo tal, que podíamos confiar, podíamos creer que quienes llevaban adelante una negociación renga nos representaban a todos, e iban a ser los garantes de que -una vez recuperado el poder- no habría hijos ni entenados en la Política. Y estábamos en lo cierto.
Cierto que contábamos con figuras capaces del sacrificio propio en aras de alcanzar el objetivo general, como el General Seregni y Wilson. Pero hacíamos bien en confiar.
Podíamos reunirnos con todos, en casa de cualquiera, discutir y construir consensos en los temas más diversos; polemizar hasta el encuentro, y compartir el pan y la sal. El otro no era un hijo de puta, ventajero, enemigo político: era un compañero de otro Partido. ¡Cuánta razón teníamos! ¡Qué sabios y valientes éramos entonces!
La única diferencia formal entre entonces y hoy, es el año; somos, técnicamente, el mismo país, el mismo pueblo, veinte años después. La crisis económica que sobrevino en noviembre de 1982 (cuando aún manteníamos todas esas características y el dólar se devaluó bastante más que este Agosto, pasando entonces de 14 a 32 pesos), tal vez fuera algo menos estentórea que la de este 2000, pero no mucho menor. La desocupación llegaba al 15%, pero la gente no se iba, el salario y el poder adquisitivo caían, pero no le pegábamos a los que querían laburar.
¿Dónde está la diferencia, eso que pone tal distancia con aquel pueblo que éramos y hoy?
Lamentablemente, está dentro. Nosotros (tú, ella, él, yo) estamos (me niego a creer que seamos) distintos. Y distinto actuamos. Cambiamos. Para peor.
La mayoría de nosotros ya no es capaz de dejar de lado las diferencias para buscar el terreno común. Es más fácil sospechar que concertar. Es más fácil afirmar (y en algunos casos hasta creer) que la culpa la tienen Batlle o Lacalle, Bin Laden, el FMI, los sindicatos, los comunistas, los piqueteros, los militares, los periodistas, los jóvenes, los viejos ... o todos ellos.
Pero nunca "yo".
Es más sencillo mentirse que si gana Tabaré (o Julio María, o el Cuqui o Ramírez), todo va a volver a ser como en el 50. Él (el que sea), macho (como Dios), abrazando la lanza con la mano derecha o la izquierda y a caballo de la Verdad, cual San Jorge redivivo matará al dragón de la injusticia global, hará funcionar la Economía y la Sociedad, y -de yapa-, devenido en Harry Potter criollo, con un movimiento de su varita mágica nos va a sacar volando de la mierda en que tantos sienten que se ha transformado todo.
Dije hace un rato que la única diferencia con aquella época maravillosa del '80 era el año. No es verdad, hay otra muy obvia: entonces estábamos en dictadura.
¿Cómo es el tránsito cuando hay un Inspector o está la Caminera?¿Cómo son las colas del Estadio cuando hay un Coracero en la ventanilla? ¿Cómo está la valija del auto si la Aduana está mansa? ¿Nos movemos un pasito al fondo si hay lugar, cuando no nos lo pide el señor de uniforme, que nos conmina golpeando el vidrio del ómnibus con su metralleta redonda?¿No somos capaces de buscar consensos en lugar de votos, si no hay alguien amenazándonos?
¿Será que los necesitamos para poder mostrar nuestro mejor perfil? Yo creo que no, pero a veces me entran dudas.
Feliz 30 de noviembre.
Y que el recuerdo de ese glorioso día -y lo que significa- nos traiga a la memoria lo que verdaderamente somos.
O podemos volver a ser.
SAVAP
Eldo Lappe
(*) Escrito en 2002