La igualdad de nacimiento y derechos nos viene de lejos y de profundo. Ya en la hora misma de nuestra constitución republicana (1830) el texto jurado recoge lo preceptuado en 1813 para las Provincias Unidas en lo referido a reconocer los derechos de persona libre a los nacidos de esclavos.
Desde que tenemos Escudo, tenemos la Balanza en él, como símbolo de la Igualdad. Antes que Francia, por nombrar un país prestigioso, garantizamos constitucionalmente la igualdad de género a la hora electoral.
Apenas doscientas cuarenta palabras después de la primera, nuestra obesa y larguísima Constitución de 1994 dice: “Artículo 8º.- Todas las personas son iguales ante la ley, no reconociéndose otra distinción entre ellas sino la de los talentos o las virtudes”; en un maravilloso ejemplo de discriminación sólo por la positiva.
¿Qué habrán querido los Constituyentes (que es decir: aprobamos plebiscitariamente todos) cuando, en el Capítulo Derechos y Garantías, la Igualdad sólo cede preeminencia ante la explicitación de los derechos de los habitantes de la República a ser protegidos en el goce de su vida, honor, libertad, seguridad, trabajo y propiedad”?
Seguramente no que discriminemos a nadie, como no sea por mejor.
¿Por qué entonces seguimos aceptando pacíficamente una legislación que otorga derechos diferentes a las parejas unidas civilmente ante la misma autoridad, según sean integradas por cónyuges del mismo género o no?
Yo creo en la democracia representativa y le estoy enviando este mail a mis Representantes en el Parlamento diciendo:
Estimados señores:
Cuando encuentren tiempo para discutir el presente y el futuro, por favor ocúpense de garantizar la el cumplimiento del artículo 8 de la Constitución. Habiliten el enlace civil de parejas mono genéricas con idénticos derechos y obligaciones que los garantizados actualmente a las integradas por mujer y hombre.
Será Justicia.
Cordialmente
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